viernes, 28 de diciembre de 2012

Manual de la Oscuridad




 De pequeña crecí en un ambiente inundado por la magia. Los miércoles, podías ver desfilar por la casa de mi abuela a personas provenientes de los lugares más recónditos de la geografía catalana. Ella, mi abuela, carismática y afable, pasaba “caridades” y ayudaba a gentes necesitadas de respuestas: la sala de espera se llenaba entonces de desconocidos anclados a sillas de rejilla que aguardaban impacientes su turno. Los miércoles,  el antiguo garaje reconvertido en sala se transformaba en un cuarto oscuro: una habitación cargada de misterio para una niña que no sabía de trances ni de almas ni de curaciones. 

Dice Enrique de Hériz a través de su protagonista Víctor Losa, que “el pasado y el futuro nos cercan. Sólo las historias que contamos hacen posible la ilusión de cruzar la línea. (…) Hasta que desaparecemos, consumidos por el fuego del tiempo”. Yo, a menudo, vuelvo los ojos hacia ese pasado de días felices en compañía de mi abuela, a esa Casa de los Espíritus que nunca comprendí porque nunca osé preguntar. 

Hubo un tiempo en que me obsesionaba saber si habría heredado algún “poder”, si mi abuela me habría escogido como portadora del testigo de esa magia. Y ahora sé que sí: llevo en mí toda la esencia de las risas y los juegos, de las tardes de parchís y anocheceres en butacas de cuero y tapetes de ganchillo donde se forjaba mi corazón de niña, donde la felicidad irrumpía a destajo en la casa y en las horas con mi abuela. El poder de disfrutar de las pequeñas cosas, de no tomarse el mundo demasiado en serio, de reírse de uno mismo es la herencia incontestable, es la magia que he heredado de mi abuela.

Manual de la Oscuridad no es un libro de magia; es una novela de superación, un retablo veraz de cómo nos enfrentamos los seres humanos, incluso los más sublimes, incluso habiendo sido elegidos como “el  mejor mago del mundo”, a una catástrofe inesperada: la ceguera de Víctor Losa es nuestra ceguera ante la futilidad del presente, porque no hay presente, sólo historias que reinventamos al contarlas y un futuro incierto. Hasta que morimos. Y eso sea acaso lo que haya de pasarle a la historia de mi abuela, que perezca “con el fuego del tiempo” y del olvido.

Como Víctor, escribimos el futuro, que a nadie le quepa duda, con palos de ciego.

jueves, 7 de junio de 2012

Paseos con mi madre


       El afán de coleccionismo es un deseo intrínseco a la raza humana que manifestamos ya desde muy pequeños: coleccionamos cromos, acumulamos objetos inservibles, atesoramos el mayor número de amigos. A mí siempre me ha dado mucha pena tener que despedirme de los amigos que he hecho en otros países, y hablo de los tiempos en los que no existían las redes sociales y en los que sabías a ciencia cierta que esos compañeros con los que habías compartido horas de biblioteca y litros de cerveza iban a proseguir su andadura, como seguimos todos tripulando hacia adelante a pesar de las caídas.

                A raíz de esos viajes, me di cuenta de que es erróneo pretender que las personas nos duren para siempre, no sólo porque todos estamos en constante movimiento, sino porque no existe el amigo ideal, ni el amor ideal: existe el amigo de ahora, el amante de ahora, y mañana  será otro día.

    Javier Pérez Andújar vuelve a no dejarnos indiferentes con su nuevo libro, un libro reivindicativo donde el autor nos habla de Barcelona, de la diferencia de clases, de política, sí, pero sobre todo (y como es habitual en él) de sentimientos:

Mi bosque de los espíritus va a ser San Adrián, esto es lo que estoy diciendo todo el rato y para eso escribo este libro. Pero cada vez que vuelva al bosque, lo que encontraré serán edificios nuevos y mucha gente que no conozco. Las almas resulta que me las he llevado en los viajes”.

Al igual que el autor, llevo conmigo algunas de las almas que he conocido a lo largo de la vida y en esos días ñoños en los que sientes el invierno y la soledad calarte la coraza, en esas horas solitarias, recuerdo a mi amigo Rui con su inseparable balón y su sonrisa sincera siempre dispuesto a hacerte reír; a mi querido Rachid, al que buscaba en el tren el otro día cuando creí adivinar su rostro marroquí; a Amal, a Corie, a Marieke y a tantos otros cuyos nombres no logro recordar. 

Somos sin duda alguna las personas que hemos conocido. Para todas esas almas: gracias por el viaje.  

domingo, 15 de abril de 2012

El Rey y el Elefante


Había una vez un rey al que llamaban “el rey aburrido” porque ya no sabía cómo emplear su tiempo de ocio. Un día, harto de esquiar y navegar y posar en su palacete de verano para las revistas de la prensa rosa, y cansado de los dolores de cabeza que le causaban los problemas de la corte, decidió agarrar sus bártulos, sacar unos miles de euros que total no se ganaba con el sudor de su frente y poner rumbo a Botsuana para cazar elefantes.
El rey era muy amigo del dueño de un safari que prometía presas apetitosas o, por lo menos, de ello se jactaba el propietario en su web elefanticida. Así es que, ni corto ni perezoso, lo dispuso todo para disfrutar de unas maravillosas vacaciones matando paquidermos y así olvidarse de los problemas de su gente, que andaba muy pesada reclamando derechos a diestro y siniestro, como si optar a una vida digna fuera cosa de plebeyos.
Sin embargo, un hecho inesperado cambió el rumbo de sus tan codiciadas vacaciones: el rey aburrido, que ya no gozaba de una salud como antaño aunque se obstinara en intentar convencerse de lo contrario con sus ocurrentes maneras de pasar el tiempo, en medio de la sabana africana fue a fracturarse la cadera de un trompazo, y nunca mejor dicho.
Una vez de vuelta a su reino, y recuperado ya en un hospital de pago (no fueran a acusarle de abusar doblemente del dinero público, o quién sabe si por miedo a que el cirujano se quedase sin hilo en medio de la operación por falta de recursos), el caso es que en aquella habitación privada, leyendo el periódico de la mañana, de repente se topó con una noticia que le dejó helado: en un país llamado España, a un soberano como él le había pasado exactamente lo mismo. “Curiosa casualidad”, pensó, y acto seguido mandó llamar a sus hombres de confianza para que le contaran más sobre su rey tocayo y sobre las costumbres de aquel pueblo lejano al que no conocía y, después de haber sido debidamente informado, se dio cuenta de que eso de asesinar elefantes debía de estar pasado de moda y que, de ahora en adelante, instauraría una fiesta nacional en la que todas las personas debidamente entrenadas podrían matar toros, que al parecer estaba muy en boga entre las gentes cultas de un país al que deseaba emular por la calidad humana que desprendía la mirada clara y sin tapujos de ese anciano soberano que venía en el periódico.

Y así termina el cuento del Rey y el Elefante.

Moraleja: para matar a un elefante hace falta ser rey, gilipollas, o ambas cosas.

miércoles, 4 de abril de 2012

Muerte en Estambul

A pesar de su envoltorio de sainete, Muerte en Estambul es de aquellas novelas que, aun siendo ligeras (o ligerísimas), no nos dejan indiferentes por su trasfondo histórico y social: es una novela negra  tiznada de humor donde el autor desgrana las rivalidades entre griegos y turcos que tienen su fundamento más reciente en la deportación de 1923 de ciudadanos griegos y donde nos relata los avatares de la minoría griega que permaneció en Estambul y acabó sufriendo el agravio del  estado turco, reflejado sobre todo en la discriminación fiscal sobre la propiedad inmobiliaria.

A pesar de su envoltorio de sainete, Muerte en Estambul es de aquellas novelas que, aun siendo ligeras (o ligerísimas), no nos dejan indiferentes por su trasfondo histórico y social: es una novela negra  tiznada de humor donde el autor desgrana las rivalidades entre griegos y turcos que tienen su fundamento más reciente en la deportación de 1923 de ciudadanos griegos y donde nos relata los avatares de la minoría griega que permaneció en Estambul y acabó sufriendo el agravio del  estado turco, reflejado sobre todo en la discriminación fiscal sobre la propiedad inmobiliaria.
 De la mano de Petros Márkaris transitamos por callejuelas de la antigua Constantinopla, regateamos en los bazares, degustamos platos típicos del país tal y como establece la norma (probando un poco de todo, no demasiado de nada), nos sumergimos en el tráfico infame de la ciudad  y viajamos a través del Bósforo por el en todo momento omnipresente en la narración puente de Atatürk.
Hay novelas aparentemente insignificantes que despiertan nuestra curiosidad más allá de la escritura y que nos transportan a paisajes y pasajes desconocidos de la historia.
Hay pasajes de la historia que nos recuerdan cuán vulnerables somos los pueblos de sufrir agravios por parte de estados en apariencia democráticos.
Somos vulnerables porque nuestros estados son vulnerables, porque somos susceptibles de ser conquistados, porque nuestras fronteras son susceptibles de ser franqueadas por el gobierno de turno, por el interés de turno, porque de nadie es la tierra y así lo han demostrado los tratados de la historia.
Ilusos Bienaventurados de San Mateo: no serán los humildes ni los mansos, sino los audaces los que, contra toda ética, heredarán la tierra y, como es propio de los ganadores, serán los encargados de contar la historia.

domingo, 12 de febrero de 2012

Para la libertad



A pesar de que nunca he sentido de manera profusa los colores del país al que (geográficamente) pertenezco, hoy, sin embargo, siento vergüenza de ser española. Vergüenza de vivir en un país donde se persigue a la justicia y a los jueces que se atreven a reivindicar la memoria histórica; donde corruptos gürtelianos son exculpados por tribunales populares de pacotilla; donde la derecha española dirime derechos adquiridos por la mujer después de años y luchas a su antojo.
                Hace un tiempo tuve la suerte de disfrutar, de manos del magnífico y tristemente desparecido Pepe Rubianes, de Lorca eran todos, obra que tanto revuelo causó entre las filas ultraderechistas de este país.  Nada ha cambiado desde entonces. Seguimos sin saber dónde yacen los restos del poeta granadino, dónde descansan los despojos de tantos seres queridos víctimas atroces del Franquismo. Seguimos sin poder alzar la voz ante las injusticias por miedo a que la justicia esté del lado de los malvados: no hay libertad sin justicia.
Para la libertad, hacen falta valientes, indignados,  líderes que se atrevan a sublevarse contra el dogmatismo que atesoramos desde la cuna.
Para la libertad, decía Miguel Hernández, “(…) me desprendo a balazos/de los que han revolcado su estatua por el lodo./ Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos/ de mi casa, de todo”.
Para la libertad, hace falta estar dispuesto a perder para que ganen todos.

domingo, 29 de enero de 2012

La loca de la casa


El otro día lo hablaba con mi amigo James, un ex  diplomático keniano que vive en Suiza: cuando dejas de creer, cuando la fe te abandona, cuando no temes a la muerte porque no esperas ya nada del Más allá, el desasosiego da paso a una inmensa paz interior, la paz de saber que nadie espera nada de ti.

El otro día lo hablaba con mi amigo James, un ex  diplomático keniano que vive en Suiza: cuando dejas de creer, cuando la fe te abandona, cuando no temes a la muerte porque no esperas ya nada del Más allá, el desasosiego da paso a una inmensa paz interior, la paz de saber que nadie espera nada de ti. Es entonces cuando, tras liberarte, una sensación de comunión con las demás especies se apodera de ti: has dejado caer el peso de la excepcionalidad y ahora sólo te toca vivir sin esperar nada a cambio. No eres más que otro habitante del planeta. Eres el Dios que andabas buscando.
Dice Rosa Montero que somos eternos mientras inventamos historias, y que “uno escribe siempre contra la muerte”. Quizás sea verdad que los narradores  vivimos más obsesionados por la muerte que el resto de los mortales, aunque quizás sea nuestra curiosidad sin límites la culpable de tantas noches en vela buscándole un sentido a la existencia. Suerte que para entonces la loca de la casa viene a nuestro encuentro, cuando ella, la imaginación, la mejor válvula de escape que hemos encontrado para combatir nuestros miedos, nos lleva de la mano por vidas ajenas y castillos encantados y playas que nunca jamás hemos conocido. Es sólo cuando despertamos que, “más allá de nuestras fantasmagorías y nuestros delirios, momentáneamente contenida por este puñado de palabras como el dique de arena de un niño contiene las olas en la playa, asoma la Muerte, tan real, enseñando sus orejas amarillas”.
Cuando no puedo dormir, cuando el miedo a la Dama de negro me visita de improviso, me abrazo a los momentos felices y me consuelo con la inutilidad de mi existencia: el mundo no será distinto, las olas seguirán rompiendo en las orillas, nada será mejor o peor si yo no existo.

domingo, 15 de enero de 2012

Los Príncipes Valientes


A menudo sueño que me arrastro a gatas por un paso subterráneo de mi infancia y que, a medida que avanzo, la salida se vuelve cada vez más y más estrecha. Como la punta de un alfiler.
De la mano del maravilloso Pérez Andújar, me he sumergido en episodios olvidados de la infancia y he visitado, por ejemplo, el vertedero municipal en busca de telas con las que mi madre nos confeccionaba bañadores y vestidos para las muñecas; he moldeado el barro con el que jugábamos a tenderas con mi amiga Carmina; me he asomado al paso inferior que conducía a la playa y por donde el agua se llevaba los coches que arrastraba inclemente a su paso por la rambla de mi pueblo. La mugre y la suciedad habían de dar paso a modernas instalaciones que nada tienen que ver ya con el territorio conocido de mis mañanas de estío, de mis tardes de escondites y peonzas y gomas de saltar, de noches de algarabía sentados en portales humildes frente al vasto descampado de plataneros y ramitas de hinojo, territorio comanche de nuestra imaginación.
Somos príncipes y princesas valientes que nos ponemos el mundo por montera y sorteamos los escollos de los días, con la mirada puesta en aquellos tiempos menos dichosos donde el aire olía a mar y a libertad y los días pasaban lentos y felices.
Ésa, la de la rambla desbocada y los plataneros y el crujir de las pipas descascarilladas frente a los portales, “va a ser la primera historia que, desde lo más adentro, sentiré que es necesario escribir, que es preciso dejar constancia de ella, en un afán notarial de levantar acta de la vida (…) y puestos a retratar, en todo caso, elegiré hacerme, antes que fotógrafo de sucesos, fotógrafo de palabras”.
A menudo sueño que me arrastro a gatas por un paso subterráneo de mi infancia y que, a medida que avanzo, la salida se vuelve cada vez más y más estrecha. Como la punta de un alfiler. 
Pero en el fondo tengo la certeza de que, al final, siempre regreso.