De pequeña crecí en un
ambiente inundado por la magia. Los miércoles, podías ver desfilar por la casa de
mi abuela a personas provenientes de los lugares más recónditos de la geografía
catalana. Ella, mi abuela, carismática y afable, pasaba “caridades” y ayudaba a
gentes necesitadas de respuestas: la sala de espera se llenaba entonces de
desconocidos anclados a sillas de rejilla que aguardaban impacientes su turno. Los
miércoles, el antiguo garaje
reconvertido en sala se transformaba en un cuarto oscuro: una habitación cargada de misterio
para una niña que no sabía de trances ni de almas ni de curaciones.
Dice Enrique de Hériz a
través de su protagonista Víctor Losa, que “el pasado y el futuro nos cercan.
Sólo las historias que contamos hacen posible la ilusión de cruzar la línea.
(…) Hasta que desaparecemos, consumidos por el fuego del tiempo”. Yo, a menudo,
vuelvo los ojos hacia ese pasado de días felices en compañía de mi abuela, a
esa Casa de los Espíritus que nunca
comprendí porque nunca osé preguntar.
Hubo un tiempo en que
me obsesionaba saber si habría heredado algún “poder”, si mi abuela me habría
escogido como portadora del testigo de esa magia. Y ahora sé que sí: llevo en
mí toda la esencia de las risas y los juegos, de las tardes de parchís y
anocheceres en butacas de cuero y tapetes de ganchillo donde se forjaba mi
corazón de niña, donde la felicidad irrumpía a destajo en la casa y en las
horas con mi abuela. El poder de disfrutar de las pequeñas cosas, de no tomarse
el mundo demasiado en serio, de reírse de uno mismo es la herencia incontestable,
es la magia que he heredado de mi abuela.
Manual
de la Oscuridad
no es un libro de magia; es una novela de superación, un retablo veraz de cómo
nos enfrentamos los seres humanos, incluso los más sublimes, incluso habiendo
sido elegidos como “el mejor mago del mundo”,
a una catástrofe inesperada: la ceguera de Víctor Losa es nuestra ceguera ante
la futilidad del presente, porque no hay presente, sólo historias que reinventamos al contarlas y un futuro incierto. Hasta que
morimos. Y eso sea acaso lo que haya de pasarle a la historia de mi abuela, que perezca “con el fuego del tiempo” y del olvido.
Como Víctor, escribimos el futuro, que a nadie le quepa duda, con palos de ciego.