Subrayo en el libro de Will Schwalbe el tipo de
madre que desearía ser para mis hijos: “De
niños, detestábamos esa obligación, pero cuando veía a mi madre dar las gracias
(...) con gesto radiante, caí en la cuenta de una cosa que había intentado
inculcarnos desde siempre: el agradecimiento encierra auténtica alegría”. Legarles
la virtud de ser personas alegres, educadas, compasivas, empáticas con el dolor
y la necesidad ajena. Con ello me daría por satisfecha.
Hace días recibí un correo de un refugiado que
escapó de Siria dejando atrás la mayor parte de su familia. Habíamos coincidido
en La Casa del Libro Árabe, una librería pintoresca de Barcelona, donde Moafak,
mi profesor por entonces, nos inculcaba, con su paciencia infinita, el amor por
una lengua desconocida. Leíamos y escribíamos en símbolos que nos resultaban
artificiales, en una lengua compleja para nosotros y que, un día descubrimos, a
menudo se escribía sin vocales. Aquel conocido me había ofrecido colaborar con
una revista en Siria. Ahora me pedía ayuda. Lo había perdido todo. Le habían torturado.
¿Qué hacer?
Sé lo que hubiera hecho la madre de Will: “Siempre se puede hacer más y se debe hacer
más, pero aun así, lo importante es que hagas lo que puedas cuando puedas. Haz
lo que esté en tu mano, eso es lo único que puedes hacer. Mucha gente recurre a
la excusa de que no cree que pueda hacer gran cosa y acaba por no hacer nada en
absoluto. Nunca hay una buena excusa para no hacer nada, aunque sólo sea firmar
algo, o enviar una pequeña contribución, o invitar a una familia de refugiados
recién llegada a comer el día de Acción de Gracias”.
Mientras cavilo en la forma de recaudar fondos para
uno más de esa larga lista de refugiados que nunca deberían haber perdido a su
familia, su hogar, su dignidad, la esperanza en el mundo y en ellos mismos, me
pregunto qué pensarán de mí mis hijos cuando yo falte, de qué forma seré
recordada, si me habrán querido con la intensidad con la que uno se aferra a un
deseo imposible, si a sus ojos seré un espejo en el que quieran reflejarse, el
agua clara del remanso al que acudan cuando busquen una razón para vivir.
Quizás algún día también digan “Mi madre
me enseñó a no apartar la mirada de lo peor, pero a creer que todos podemos
hacerlo mejor.”
Puede que inculcar valores no sea la mejor forma de
prepararles para la supervivencia. Puede que la competencia y la ferocidad
imperantes les hagan vulnerables. Puede que, en la ley de la selva, la bondad no
les sirva de gran cosa. Pero puede que, a pesar de todo, valga la pena
intentarlo.