domingo, 29 de enero de 2012

La loca de la casa


El otro día lo hablaba con mi amigo James, un ex  diplomático keniano que vive en Suiza: cuando dejas de creer, cuando la fe te abandona, cuando no temes a la muerte porque no esperas ya nada del Más allá, el desasosiego da paso a una inmensa paz interior, la paz de saber que nadie espera nada de ti.

El otro día lo hablaba con mi amigo James, un ex  diplomático keniano que vive en Suiza: cuando dejas de creer, cuando la fe te abandona, cuando no temes a la muerte porque no esperas ya nada del Más allá, el desasosiego da paso a una inmensa paz interior, la paz de saber que nadie espera nada de ti. Es entonces cuando, tras liberarte, una sensación de comunión con las demás especies se apodera de ti: has dejado caer el peso de la excepcionalidad y ahora sólo te toca vivir sin esperar nada a cambio. No eres más que otro habitante del planeta. Eres el Dios que andabas buscando.
Dice Rosa Montero que somos eternos mientras inventamos historias, y que “uno escribe siempre contra la muerte”. Quizás sea verdad que los narradores  vivimos más obsesionados por la muerte que el resto de los mortales, aunque quizás sea nuestra curiosidad sin límites la culpable de tantas noches en vela buscándole un sentido a la existencia. Suerte que para entonces la loca de la casa viene a nuestro encuentro, cuando ella, la imaginación, la mejor válvula de escape que hemos encontrado para combatir nuestros miedos, nos lleva de la mano por vidas ajenas y castillos encantados y playas que nunca jamás hemos conocido. Es sólo cuando despertamos que, “más allá de nuestras fantasmagorías y nuestros delirios, momentáneamente contenida por este puñado de palabras como el dique de arena de un niño contiene las olas en la playa, asoma la Muerte, tan real, enseñando sus orejas amarillas”.
Cuando no puedo dormir, cuando el miedo a la Dama de negro me visita de improviso, me abrazo a los momentos felices y me consuelo con la inutilidad de mi existencia: el mundo no será distinto, las olas seguirán rompiendo en las orillas, nada será mejor o peor si yo no existo.

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