Había una vez
un rey al que llamaban “el rey aburrido” porque ya no sabía cómo emplear su
tiempo de ocio. Un día, harto de esquiar y navegar y posar en su palacete de
verano para las revistas de la prensa rosa, y cansado de los dolores de cabeza
que le causaban los problemas de la corte, decidió agarrar sus bártulos, sacar
unos miles de euros que total no se ganaba con el sudor de su frente y poner
rumbo a Botsuana para cazar elefantes.
El rey era muy amigo del dueño de un safari que prometía presas apetitosas o, por lo menos, de
ello se jactaba el propietario en su web elefanticida. Así es que, ni corto ni
perezoso, lo dispuso todo para disfrutar de unas maravillosas vacaciones matando
paquidermos y así olvidarse de los problemas de su gente, que andaba muy pesada
reclamando derechos a diestro y siniestro, como si optar a una vida digna fuera
cosa de plebeyos.
Sin embargo,
un hecho inesperado cambió el rumbo de sus tan codiciadas vacaciones: el rey aburrido,
que ya no gozaba de una salud como antaño aunque se obstinara en intentar
convencerse de lo contrario con sus ocurrentes maneras de pasar el tiempo, en
medio de la sabana africana fue a fracturarse la cadera de un trompazo, y nunca
mejor dicho.
Una vez de
vuelta a su reino, y recuperado ya en un hospital de pago (no fueran a acusarle
de abusar doblemente del dinero público, o quién sabe si por miedo a que el
cirujano se quedase sin hilo en medio de la operación por falta de recursos),
el caso es que en aquella habitación privada, leyendo el periódico de la
mañana, de repente se topó con una noticia que le dejó helado: en un país
llamado España, a un soberano como él le había pasado exactamente lo mismo. “Curiosa
casualidad”, pensó, y acto seguido mandó llamar a sus hombres de confianza para
que le contaran más sobre su rey tocayo y sobre las costumbres de aquel pueblo
lejano al que no conocía y, después de haber sido debidamente informado, se dio
cuenta de que eso de asesinar elefantes debía de estar pasado de moda y que, de
ahora en adelante, instauraría una fiesta nacional en la que todas las personas
debidamente entrenadas podrían matar toros, que al parecer estaba muy en boga entre
las gentes cultas de un país al que deseaba emular por la calidad humana que
desprendía la mirada clara y sin tapujos de ese anciano soberano que venía en
el periódico.
Y así termina
el cuento del Rey y el Elefante.
Moraleja: para
matar a un elefante hace falta ser rey, gilipollas, o ambas cosas.